Señoras, señores:
conocimiento del puesto y valer reales del gran caraqueño en la obra espontánea y múltiple de la
emancipación americana; con el asombro y reverencia de quien ve aún ante sí, demandándole la
cuota, a aquel que fue como el samán de sus llanuras, en la pompa y generosidad, y como los ríos
que caen atormentados de las cumbres, y como los peñascos que vienen ardiendo, con luz y
fragor, de las entrañas de la tierra, traigo el homenaje infeliz de mis palabras, menos profundo y
elocuente que el de mi silencio, al que desclavó del Cuzco el gonfalón de Pizarro. Por sobre
tachas y cargos, por sobre la pasión del elogio y la del denuesto, por sobre las flaquezas mismas,
ápice negro en el plumón del cóndor, de aquel príncipe de la libertad, surge radioso el hombre
verdadero. Quema, y arroba. Pensar en él, asomarse a su vida, leerle una arenga, verlo deshecho
y jadeante en una carta de amores, es como sentirse orlado de oro el pensamiento. Su ardor fue
el de nuestra redención, su lenguaje fue el de nuestra naturaleza, su cúspide fue la de nuestro
continente: su caída, para el corazón. Dícese Bolívar, y ya se ve delante el monte a que, más que
la nieve, sirve el encapotado jinete de corona, ya el pantano en que se revuelven, con tres
repúblicas en el morral, los libertadores que van a rematar la redención de un mando. ¡Oh, no! En
calma no se puede hablar de aquel que no vivió jamás en ella: ¡de Bolívar se puede hablar con
una montaña por tribuna, o entre relámpagos y rayos, o con un manojo de pueblos libres m el
puño, y la tiranía descabezada a los pies...! Ni a la justa admiración ha de tenerse miedo, porque
esté de moda continua en cierta especie de hombres el desamor de lo extraordinario; ni el deseo
bajo del aplauso ha de ahogar con la palabra hinchada los decretos del juicio, ni hay palabra que
diga el misterio y fulgor de aquella frente cuando en el desastre de Casacoima, en la fiebre de su
cuerpo y la soledad de sus ejércitos huidos, vio claros, allá en la cresta de los Andes, los caminos
por donde derramaría la libertad sobre las cuencas del Perú y Bolivia. Pero cuanto dijéramos, y
aun lo excesivo, estaría bien en nuestros labios esta noche, porque cuantos nos reunimos hoy
aquí, somos los hijos de su espada.
Ni la presencia de nuestras mujeres puede, por temor de parecerles enojoso, sofocar en los
labios el tributo; porque ante las mujeres ameno canas se puede hablar sin miedo de la libertad.
Mujer fue aquella hija de Juan de Mena, la brava paraguaya, que al saber que a su paisano
Antequera lo ahorcaban por criollo, se quitó el luto del marido que vestía, y se puso de gala,
porque "es día de celebrar aquel en que un hombre bueno muere gloriosamente por su
patria";-mujer fue la colombiana, de saya y cotón, que antes que los comuneros, arrancó en el
Socorro el edicto de impuestos insolentes que sacó a pelear a veinte mil hombres;-mujer la de
Arismendi, pura cual la mejor perla de la Margarita, que a quien la pasea presa por el terrado de
donde la puede ver el esposo sitiador, dice, mientras el esposo riega de metralla la puerta del
fuerte: "jamás lograréis de mi que le aconseje faltar a sus deberes";-mujer aquella soberana Pola,
que armó a su novio para que se fuese a pelear, y cayó en el patíbulo junto a él;-mujer Mercedes
Abrego, de trenzas hermosas, a quien cortaron la cabeza porque bordó, de su oro más fino, el
uniforme del Libertador;-mujeres, las que el piadoso Bolívar llevaba a la grupa, compañeras
indómitas de sus soldados, cuando a pechos juntos vadeaban los hombres el agua enfurecida por
donde iba la redención a Boyacá, y de los montes andinos, siglos de la naturaleza, bajaban torvos
y despedazados los torrentes.
Hombre fue aquél en realidad extraordinario. Vivió como entre llamas, y lo era. Ama, y lo que
dice es como florón de fuego. Amigo, se le muere el hombre honrado a quien quería, y manda
que todo cese a su alrededor. Enclenque, en lo que anda el posta más ligero barre con un ejército
naciente todo lo que hay de Tenerife a Cúcuta. Pelea, y en lo más afligido del combate, cuando se
le vuelven suplicantes todos los ojos, manda que le desensillen el caballo. Escribe, y es como
cuando en lo alto de una cordillera se coge y cierra de súbito la tormenta, y es bruma y lobreguez
el valle todo; y a tajos abre la luz celeste la cerrazón, y cuelgan de un lado y otro las nubes por los
picos, mientras en lo hondo luce el valle fresco con el primor de todos sus colores. Como los
montes en él ancho en la base, con las raíces en las del mundo, y por la cumbre enhiesto y afilado,
como para penetrar mejor en el cielo rebelde. Se le ve golpeando, con el sable de puño de oro;
en las puertas de la gloria. Cree en el cielo, en los dioses, en los inmortales, en el dios de
Colombia, en el genio de América, y en su destino. Su gloria lo circunda, inflama y arrebata.
Vencer ¿no es el sello de la divinidad? ¿vencer a los hombres, a los ríos hinchados, a los
volcanes, a los siglos, a la naturaleza? Siglos. ¿cómo los desharía, si no pudiera hacerlos? ¿no
desata razas, no desencanta el continente, no evoca pueblos, no ha recorrido con las banderas de
la redención más mundo que ningún conquistador con las de la tiranía, no habla desde el
Chimborazo con la eternidad y tiene a sus plantas en el Potosí, bajo el pabellón de Colombia
picado de cóndores, una de las obras más bárbaras y tenaces de la historia humana? ¿no le
acatan las ciudades, y los poderes de esta vida, y los émulos enamorados o sumisos, y los genios
del orbe nuevo, y las hermosuras? Como el sol llega a creerse, por lo que deshiela y fecunda, y
por lo que ilumina y abrasa. Hay senado en el cielo, y él será, sin duda, de él. Ya ve el mundo allá
arriba, áureo de sol cuajado, y los asientos de la roca de la creación, y el piso de las nubes, y el
techo de centellas que le recuerden, en el cruzarse y chispear, los reflejos del mediodía de Apure
en los rejones de sus lanzas: y descienden de aquella altura, como dispensación paterna, la dicha y
el orden sobre los humanos.-¡Y no es así el mundo, sino suma de la divinidad que asciende
ensangrentada y dolorosa del sacrificio y prueba de los hombres todos! Y muere él en Santa
Marta del trastorno y horror de ver hecho pedazos aquel astro suyo que creyó inmortal, en su
error de confundir la gloria de ser útil, que sin cesar le crece, y es divina de veras, y corona que
nadie arranca de las sienes, con el mero accidente del poder humano, merced p encargo casi
siempre impuro de les que sin mérito u osadía lo anhelan para al, o estéril triunfo de un bando
sobre otro, o fiel inseguro de los intereses y pasiones, que sólo recae en el genio o la virtud en los
instantes de suma angustia o pasajero pudor en que los pueblos, enternecidos por el peligro,
aclaman la idea o desinterés por donde vislumbran su rescate. ¡Pero así está Bolívar en el cielo de
América, vigilante y ceñudo, sentado aún en la roca de crear, con el inca al lado y el haz de
banderas a los pies; así está él, calzadas aún las botas de campaña, porque lo que él no dejó
hecho, sin hacer está hasta hoy: porque Bolívar tiene que hacer en América todavía!
América hervía, a principios del siglo, y él fue como su horno. Aún cabecea y fermenta, como los
gusanos bajo la costra de las viejas raíces, la América de entonces, larva enorme y confusa. Bajo
las sotanas de los canónigos y en la mente de los viajeros próceres venia de Francia y de
Norteamérica el libro revolucionario, a avivar el descontento del criollo de decoro y letras,
mandado desde allende a horca y tributo; y esta revolución de lo alto, más la levadura rebelde y
en cierto modo democrática del español segundón y desheredado, iba a la par creciendo, con la
cólera baja, la del gaucho y el roto y el cholo y el llanero, todos tocados en su punto de hombre:
en el sordo oleaje, surcado de lágrimas el rostro inerme, vagaban con el consuelo de la guerra por
el bosque las majadas de indígenas, como fuegos errantes sobre una colosal sepultura. La independencia
de América venía de un siglo atrás sangrando:-¡ni de Rous seau ni de Washington viene
nuestra América, sino de sí misma!- Así, en las noches amorosas de su jardín solariego de San
Jacinto, o por las riberas de aquel pintado Anauco por donde guió tal vez los pies menudos de la
espesa que se le murió en flor, vería Bolívar, con el puño al corazón, la procesión terrible de los
precursores de la independencia de América: ¡van y vienen los muertos por el aire, y no reposan
basta que no esta su obra satisfecha! El vio, sin duda, en el crepúsculo del Avila, el séquito
cruento...
Pasa Antequera, el del Paraguay, el primero de todos, alzando de sobre su cuello rebanado la
cabeza: la familia entera del pobre inca pasa, muerta a los ojos de su padre atado, y recogiendo
los cuartos de en cuerpo: pasa Tupac Amaru: el rey de los mestizos de Venezuela cima luego,
desvanecido por el aire, como un fantasma: dormido en su sangre va después Salinas, y Quiroga
muerto sobre su plato de comer, y Morales como viva carnicería, porque en la cárcel de Quito
amaban a su patria; sin casa adonde volver, porque se la regaron de sal, sigue León, moribundo
en la cuca: en garfios van los miembros de José España, que murió sonriendo en la horca, y va
humeando el tronco de Galán, quemado ante el patíbulo: y Berbeo pasa, más muerto que
ninguno,-aunque de miedo a sus comuneros lo dejó el verdugo vivo,-porque para quien conoció
la dicha de pelear por el honor de su país, no hay muerte mayor que estar en pie mientras dura la
vergüenza patria: ¡y, de esta alma india y mestiza y blanca hecha una llama sola, se envolvió en ella
el héroe, y en la constancia y la intrepidez con ella; en la hermandad de la aspiración común juntó,
al calor de la gloria, los compuestos desemejantes; anuló o enfrenó émulos, pasó el páramo y
revolvió montes, fue regando de repúblicas la artesa de los Andes, y cuando detuvo la carrera,
porque la revolución argentina oponía su trama colectiva y democrática al ímpetu boliviano,
¡catorce generales españoles, acurrucados en el cerro de Ayacucho, se desceñían la espada de
España!
De las palmas de las costas, puestas allí como para entonar canto perenne al héroe, sube la tierra,
por tramos de plata y oro, a las copiosas planicies que acuchilló de sangre la revolución
americana; y el cielo ha visto pocas veces escenas más hermosas, porque jamás movió a tantos
pechos la determinación de ser libres, ni tuvieron teatro de más natural grandeza, ni el alma de un
continente entró tan de lleno en la de un hombre. El cielo mismo parece haber sido actor, porque
eran dignas de él, en aquellas batallas: ¡parece que los héroes todos de la libertad, y los mártires
todos de toda la tierra, poblaban apiñados aquella bóveda hermosa, y cubrían, como gigante
égida, el aprieto donde pujaban nuestras armas, o huían despavoridos por el cielo injusto, cuando
la pelea nos negaba su favor! El cielo mamo debía, en verdad, detenerse a ver tanta
hermosura:-de las eternas nieves, ruedan, desmontadas, las aguas portentosas: como menuda
cabellera, o crespo vellón, visten las negras abras árboles seculares; las ruinas de los templos
indios velan sobre el desierto de los lagos: por entre la bruma de los valles asoman las recias
torres de la catedral española: los cráteres humean, y se ven las entrañas del universo por la boca
del volcán descabezado: ¡y a la vez, por los rincones todos de la tierra, los americanos están
peleando por la libertad! Unos cabalgan por el llano y caen al choque enemigo como luces que se
apagan, en el montón de sus monturas; otros, rienda al diente, nadan, con la banderola a flor de
agua, por el río crecido: otros, como selva que echa a andar, vienen costilla a costilla, con las
lanzas por sobre las cabezas; otros trepan un volcán, y le clavan en el belfo encendido la bandera
libertadora. ¡Pero ninguno es más bello que un hombre de frente montuosa, de mirada que le ha
comido el rostro, de capa que lo aletea sobre el potro volador, de busto inmóvil en la lluvia del
fuego o la tormenta, de espada a cuya luz vencen cinco naciones! Enfrena su retinto,
desmadejado el cabello en la tempestad del triunfo, y ve pasar, entre la muchedumbre que le ha
ayudado a echar atrás la tiranía, el gorro frigio de Ribas, el caballo dócil de Sucre, la cabeza
rizada de Piar, el dolmán rojo de Páez, el látigo desflecado de Córdoba, o el cadáver del coronel
que sus soldados se llevan envuelto en la bandera. Yérguese en el estribo, suspenso como la
naturaleza, a ver a Páez en las Queseras dar las caras con su puñado de lanceros, y a vuelo de
caballo, plegándose y abriéndose, acorralar en el polvo y la tiniebla al hormiguero enemigo. ¡Mira,
húmedos los ojos, el ejército de gala, antes de la batalla de Carabobo, al aire colores y divisas,
los pabellones viejos cerrados por un muro vivo, las músicas todas sueltas a la vez, el sol en el
acero alegre, y en todo el campamento el júbilo misterioso de la casa en que va a nacer un hijo!
¡Y más bello que nunca fue en Junín, envuelto entre las sombras de la noche, mientras que en
pálido silencio se astillan contra el brazo triunfante de América las últimas lanzas españolas!
...Y luego, poco tiempo después, desencajado, el pelo hundido por las sienes enjutas, la mano
seca como echando atrás el mundo, el héroe dice en su cama de morir: "¡José! ¡José, vámonos,
que de aquí nos echan: ¿a dónde iremos?" Su gobierno nada más se había venido abajo, pero él
acaso creyó que lo que se derrumbaba era la república; acaso, como que de él se dejaron domar,
mientras duró el encanto de la independencia, los recelos y personas locales, paró en desconocer,
o dar por nulas o menores, estas fuerzas de realidad que reaparecían después del triunfo: acaso,
temeroso de que las aspiraciones rivales le decorasen los pueblos recién nacidos, buscó en la
sujeción, odiosa al hombre, el equilibrio político, sólo constante cuando se fía a la expansión,
infalible en un régimen de justicia, y más firme cuanto más desatada. Acaso, en su sueño de gloria,
para la América y para si, no vio que la unidad de espíritu, indispensable a la salvación y dicha de
nuestros pueblos americanos, padecía, más que se ayudaba, con su unión en formas teóricas y
artificiales que no se acomodaban sobre el seguro de la realidad: acaso el genio previsor que
proclamó que la salvación de nuestra América está en la acción una y compacta de sus
repúblicas, en cuanto a sus relaciones con el mundo y al sentido y conjunto de su porvenir, no
pudo, por no tenerla en el redaño, ni venirle del hábito ni de la casta, conocer la fuerza
moderadora del alma popular, de la pelea de todos en abierta lid, que salva, sin más ley que la
libertad verdadera, a las repúblicas: erró acaso el padre angustiado en el instante supremo de los
creadores políticos, cuando un deber les aconseja ceder a nuevo mando su creación, porque el
título de usurpador no la desluzca o ponga en riesgo, y otro deber, tal vez en el misterio de su idea
creadora superior, les mueve a arrostrar por ella basta la deshonra de ser tenidos por
usurpadores.
¡Y eran las hijas de su corazón, aquellas que sin él se desangraban en lucha infausta y lenta,
aquellas que por su magnanimidad y tesón vinieron a la vida, las que le tomaban de las manos,
como que de ellas era la sangre y el porvenir, el poder de regirse conforme a sus pueblos y
necesidades! ¡Y desaparecía la conjunción, más larga que la de los astros del cielo, de América y
Bolívar para la obra de la independencia, y se revelaba el desacuerdo patente entre Bolívar,
empeñado en unir bajo un gobierno central y distante los países de la revolución, y la revolución
americana, nacida, con múltiples cabezas, del ansia del gobierno local y con la gente de la casa
propia! "¡José! ¡José! vámonos que de aquí nos echan: ¿adónde iremos?"...
¿Adónde irá Bolívar? ¡Al respeto del mundo y a la ternura de los americanos! ¡A esta casa
amorosa, donde cada hombre le debe el goce ardiente de sentirse como en brazos de los suyos
en los de todo hijo de América, y cada mujer recuerda enamorada a aquel que se apeó siempre
del caballo de la gloria para agradecer una corona o una flor a la hermosura! ¡Ala justicia de los
pueblos, que por el error posible de las formas, impacientes, o personales, sabrán ver el empuje
que con ellas mismas, como de mano potente en lava blanda, dio Bolívar a las ideas madres de
América! ¿Adónde irá Bolívar? ¡Al brazo de los hombres para que defiendan de la nueva codicia,
y del terco espíritu viejo, la tierra donde será más dichosa y bella la humanidad! ¡A los pueblos
callados, como un beso de padre! ¡A los hombres del rincón y de lo transitorio, a las panzas
aldeanas y los cómodos harpagones, para que, a la hoguera que fue aquella existencia, vean la
hermandad indispensable al continente y los peligros y la grandeza del porvenir americano!
¿Adónde irá Bolívar?... Ya el último virrey de España yacía con cinco heridas, iban los tres siglos
atados a la cola del caballo llanero, y con la casaca de la victoria y el elástico de lujo venia al paso
el Libertador, entre el ejército, como de baile, y al balcón de los cerros asomado el gentío, y
como flores en jarrón, saliéndose por las cuchillas de las lomas, los mazos de banderas. El Potosí
aparece al fin, roído y ensangrentado: los cinco pabellones de los pueblos nuevos, con verdaderas
llamas, flameaban en la cúspide de la América resucitada: estallan los morteros a anunciar al
héroe,-y sobre las cabezas descubiertas de respeto y espanto, rodó por largo tiempo el
estampido con que de cumbre en cumbre respondían, saludándolo, los montea. ¡Así, de hijo en
hijo, mientras la América viva, el eco de en nombre resonará en lo más viril y honrado de nuestras
entrañas!
Patria. Nuera York 4 de noviembre de 1893
*Información enviada por la BNV